martes, 25 de diciembre de 2012

América, de Pere Ginard





En una de mis últimas visitas a Madrid, encontré una pequeña librería en la que no había entrado nunca antes. Como siempre, después de unos minutos deambulando entre estanterías, acabé sentada en el suelo junto a todos los álbumes que había ido apilando entre mis brazos. El proceso es siempre el mismo: construyo arbitrariamente varias torres de libros a mi izquierda, los reviso cuidadosamente uno a uno y los redistribuyo, ahora sí, en torres sistemáticamente ordenadas a mi derecha.

América no estuvo nunca en las torres de mi izquierda. Tampoco en las de la derecha. Fue, sin embargo, el único libro que me llevé conmigo ese día. Recuerdo que era muy tarde y  que estaba sin almorzar. No había encontrado nada aún que me interesara realmente para mi objeto de estudio, así que no pude negarme unos segundos más revisando los bajos de una estantería que había olvidado. Entonces lo encontré: era de formato pequeño y cuadrado y al abrirlo descubrí un eco a Gerhard Richter en algunas de las imágenes. Con eso bastaba y ya tenía las piernas dormidas y demasiada hambre para continuar.

América podría haber sido un libro de viajes. Con ese título y ese barco en la cubierta, casi que lo prometía.
 
No pude evitar pensar en que una de las primeras funciones que se adjudicó la fotografía en su nacimiento fue la de documentación de viajes. Ella hizo posible que cualquiera, desde su cómodo sofá, conociera las Pirámides de Egipto o el Cañón del Colorado. Consiguió que el mundo, por primera vez, pudiera mirarse al espejo. Esto no impidió, sin embargo, que continuara reinventándose a través del nuevo medio y que el collage fuera una de las herramientas que empleó la fotografía para distanciarse de ese velo de realidad que le venía impuesto.

Precisamente a través del collage, América se convierte en un antilibro de viaje o, mejor aún, en un libro de viaje soñado. De hecho, el propio Pere Ginard me dijo que lo que pretendía con esta obra era “mostrar América desde el punto de vista de alguien que nunca ha estado en América”, es decir, que sólo la conoce por lo que le han contado o, lo que es lo mismo, por la imagen que en su mente han creado todas las historias que ha escuchado.

Creo que ya he comentado alguna vez que con las técnicas mixtas suele ser complejo saber exactamente cuál ha sido el proceso empleado para llegar a la imagen final, y que por eso siempre trato de contrastar mis sospechas poniéndome en contacto con el ilustrador. Pere Ginard me descubrió su mundo, me habló de cómo había llevado a cabo las ilustraciones de América, de la simbología que se esconde tras la obra, de sus influencias y, en general, de su trabajo como ilustrador.

El artista mallorquín es un verdadero coleccionista de imágenes, de imágenes en papel. Guarda en cuadernos el universo entero de sus creaciones, pero éstas acaban transformándose en un eco lejano, en una semilla mil veces regada, mecida por el viento y acariciada por el sol. Porque nunca hay originales, se trata siempre de montajes digitales en Photoshop que toman de aquí y de allá, que se pierden entre las páginas de esas libretas que, como él mismo afirma, se convierten en el verdadero “ADN” de todo lo que hace.

Ilustraciones como las de América son, entonces, el resultado de combinaciones buscadas o no entre elementos distintos de pedazos de revista, manuales, postales, sellos, fotografías, etc., que Ginard almacenó alguna vez en su cuadernos. El Photoshop le ayuda luego a articular todas las piezas en una única imagen que casi siempre disimula su origen fragmentario e incluso la disfraza de dibujo, pero que no siempre lo hace.

Y América es uno de esos ejemplos en los que Ginard no oculta la procedencia dispar de los fragmentos que conforman las ilustraciones del álbum. Inspirándose en los collages de las primeras vanguardias, no podía más que dejar que éstas colisionaran entre sí y se mostraran en su verdadera condición, produciendo el extrañamiento propio de esta técnica. Ello coadyuvó, de otro lado, al sentido simbólico de la obra y a su carácter onírico y surrealista, que son quizá uno de sus mayores encantos, el pasaje para un auténtico viaje.






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